viernes, 4 de julio de 2008

Vercellae

La batalla de Vercelae, también conocida como la batalla de la planicie de Raudine, tuvo lugar en el año 101 a. C. y en ella se enfrentaron la antigua república romana, dirigida por el cónsul Cayo Mario y una gran fuerza de invasión de la tribu germánica de los cimbrios, cerca del asentamiento de Vercelae, en la Galia Cisalpina.
Los cimbrios fueron virtualmente barridos, con más de 140.000 muertos y 60.000 capturados, incluyendo un gran número de mujeres y niños. También se ha dado gran parte del mérito de esta victoria al entonces legado de Quinto Lutacio Catulo César, Lucio Cornelio Sila, que dirigió la caballería romana e italiana.

Theodor Mommsen cuenta:

Los dos ejércitos se encontraron en Vercelae, no muy lejos de la union del río Sesia con el Po, justo donde Aníbal luchó por primera vez en suelo italiano. Los cimbrios deseaban la batalla, y de acuerdo con sus costumbres, enviaron un mensajero para establecer la fecha y lugar del combate. Mario les satisfizo y escogió como fecha el día siguiente, 30 de Julio del 653 (101 a. C.), y la llanura de Raudine, como escenario. Esta planicie permitíría a los romanos aprovechar todo el potencial de su caballería. Allí cayeron sobre el enemigo, que a pesar de que los esperaba, fueron cogidos por sorpresa; ya que la densa niebla mañanera impidió a la caballería cimbria ver cómo la caballería romana, más fuerte, se aproximaba a ellos para luchar cuerpo a cuerpo, siendo empujado todo el ejército cimbrio hacia las posiciones de los legionarios romanos, que ya estaban en formación de combate. Boiorix cargaba una y otra vez contra el muro de escudos romano, pero éstos aguantaban la embestida y apuñalaban con sus gladios los desprotegidos cuellos y muslos germanos, tal y como Mario los había enseñado. Los romanos consiguieron una victoria completa con leves pérdidas, siendo totalmente aniquilados los cimbrios, que veían impensable el retirarse.
Aquellos que perdieron la vida durante el combate, la mayoría, incluído el valiente rey Boiorix, podrían considerarse afortunados; más afortunados al menos que aquellos que tuvieron que hacerlo con sus propias manos, o que los que fueron esclavizados y vendidos en el mercado romano, aguantando las represalias por haberse atrevido a tal osadía. Los Tigorini, que habían quedado esperando el resultado de la batalla tras el paso de los Alpes, volvieron a su tierra natal. La avalancha humana, que durante trece años había alarmado a todas las naciones desde el Danubio al Ebro, y del Sena al Po, yacían bajo tierra o trabajaban bajo el yugo de la esclavitud; las vanas esperanzas de las migraciones alemanas habían terminado en derrota; los cimbrios y sus camaradas desaparecieron.


Theodor Mommsen,"Historia de Roma"

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